Sócrates fue enjuiciado y condenado por los tribunales del gobierno democrático de Atenas, bajo el cargo de corromper a los jóvenes y falta de creencia en los dioses.
Sócrates estaba en contra de escribir sus ideas, teorías y sucesos. Pero en cambio, su discípulo Platón, así como otros tantos (como Jenofonte) escribieron sus ideas, teorías y sucesos, entre ellos, esta apología.
La correspondencia entre los textos de los distintos autores sobre Sócrates forma un circulo perfecto sobre la filosofía de Sócrates.
En el momento de su enjuiciamiento, hacía años que Sócrates era una figura conocida en Atenas. La comedia de Aristófanes Las nubes (Nephelai), presentada en 420 a. C., tenía a Sócrates como uno de los personajes principales, mostrándolo como un gran sabio vacilón.
El método socrático era imitado con frecuencia por los jóvenes atenienses, trastornando en gran medida el orden social y los valores morales ya establecidos.
El problema viene cuando Alcibíades (un ex discípulo) traicionó a Atenas en favor de Esparta (aunque el hecho fue seguramente una cuestión de necesidad más que ideológica), mientras Critias, otro ex discípulo, fue uno de los líderes de los Treinta Tiranos (la oligarquía pro espartana que gobernó Atenas durante algunos meses), a pesar de que también hay registros de su enemistad con Sócrates.
Sumado a todo esto, Sócrates mantenía una visión particular en cuanto a la religión. Realizó varias referencias a su espíritu personal, o daimon, aunque afirmó explícitamente que nunca se le había impuesto, sino que le advertía sobre varios acontecimientos posibles. Muchos de sus contemporáneos sospechaban del daimon de Sócrates, considerándolo un rechazo a la religión del Estado. En general, se ve al daimon de Sócrates como algo similar a la intuición. Además, Sócrates decía que vivir las virtudes era más importante que el culto dado a los dioses.
Tres hombres presentaron cargos contra Sócrates para que fuese enjuiciado: Anito (hijo de rico), Meleto (famoso poeta) y Licón (representante de los oradores atenienses).
Tras haber decidido que existía un caso ante el cual debía darse una respuesta, el arconte indicó a Sócrates que se presentara frente a un jurado de ciudadanos atenienses, para contestar a los cargos de corrupción de los jóvenes atenienses y ateísmo.
Los jueces fueron seleccionados por lotería de entre un grupo de ciudadanos voluntarios varones (la ciudadanía no incluía a mujeres, esclavos ni extranjeros residentes) pertenecientes a cada clase social.
Sócrates se enfrentó a un jurado compuesto por 556 ciudadanos (su gran tamaño demuestra que el juicio era visto como algo importante).
La muerte de Sócrates, tal como fuera presentada por Platón, ha inspirado a escritores, artistas y filósofos del mundo moderno, en formas muy variadas. Para algunos, la ejecución de quien Platón llamó «el más sabio y justo de todos los hombres» ha demostrado la falta de confiabilidad en un gobierno democrático.
En general, Sócrates es visto como una figura paternal, sabia y benévola, martirizada a causa de sus creencias intelectuales. Así fue exactamente como lo presentaron Platón y Jenofonte, por lo cual no es sorprendente que el mito de Sócrates y su ejecución haya tomado existencia propia, alejada del hombre histórico cuya verdadera visión política posiblemente no lleguemos a conocer jamás.
Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá hecho en vosotros el discurso de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso que me he desconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de decir. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad.
Así comienza Sócrates su defensa. Aludiendo a la inteligencia del jurado para que no sean engañados por los acusadores.
Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la prevención que os han hecho de que estéis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia, a menos que no llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca la pura verdad, no, ¡por Júpiter!, en una arenga vestida de sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque descanso en la confianza de que digo la verdad, y ninguno de vosotros debe esperar otra cosa de mí. No sería propio de mi edad, venir, atenienses, ante vosotros como un joven que hubiese preparado un discurso.
Los acusadores hablan de la elocuencia de Sócrates, pero a la vez le condenan por su pensamiento, y él hace hincapié en ese traspié de la acusación.
Es justo que comience por responder a mis primeros acusadores, y por refutar las primeras acusaciones, antes de llegar a las últimas que se han suscitado contra mí. Os han prevenido contra mí en una edad, que ordinariamente es muy crédula, porque erais niños la mayor parte o muy jóvenes cuando me acusaban ante vosotros en plena libertad, sin que el acusado les contradijese; y lo más injusto es que no me es permitido conocer ni nombrar a mis acusadores, a excepción de un cierto autor de comedias. Todos aquellos que por envidia o por malicia os han inoculado todas estas falsedades, y los que, persuadidos ellos mismos, han persuadido a otros, quedan ocultos sin que pueda yo llamarlos ante vosotros ni refutarlos; y por consiguiente, para defenderme, os preciso que yo me bata, como suele decirse, con una sombra, y que ataque y me defienda sin que ningún adversario aparezca.
Desearía con todo mi corazón, que fuese en ventaja vuestra y mía, y que mi apología pudiese servir para mi justificación. Pero yo sé cuán difícil es esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusión. Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y defenderse.
Aquí Sócrates realiza una introducción a su defensa, diciendo que no solo se defenderá de las acusaciones actuales, sino también de las pasadas y cotidianas.
Remontémonos, pues, al primer origen de la acusación, sobre la que he sido tan desacreditado y que ha dado a Melito confianza para arrastrarme ante el tribunal. «Sócrates es un impío; por una curiosidad criminal quiere penetrar lo que pasa en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña a los demás sus doctrinas.»
Los que habéis conversado conmigo, y que estáis aquí en gran número, os conjuro a que declaréis, si jamás me oísteis hablar de semejante clase de ciencias ni de cerca ni de lejos; y por esto conoceréis ciertamente, que en todos esos rumores que se han levantado contra mí, no hay ni una sola palabra de verdad; y si alguna vez habéis oído, que yo me dedicaba a la enseñanza, y que exigía salario, es también otra falsedad.
No es porque no tenga por muy bueno el poder instruir a los hombres, como hacen Gorgias de Leoncio, Prodico de Ceos e Hippias de Elea. Estos grandes personajes tienen el maravilloso talento, donde quiera que vayan, de persuadir a los jóvenes a que se unan a ellos, y abandonen a sus conciudadanos, cuando podrían estos ser sus maestros sin costarles un óbolo.
Empieza a diferenciar entre la curiosidad de preguntar qué pasa en los cielos y en la tierra con doctrinas disciplinarias y persuasión.
La reputación que yo haya podido adquirir, no tiene otro origen que una cierta sabiduría que existe en mí. ¿Cuál es esta sabiduría? Quizá es una sabiduría puramente humana, y corro el riesgo de no ser en otro concepto sabio, al paso que los hombres de que acabo de hablares, son sabios, de una sabiduría mucho más que humana.
Nada tengo que deciros de esta última sabiduría, porque no la conozco, y todos los que me la imputan, mienten, y sólo intentan calumniarme. No os incomodéis, atenienses, si al parecer os hablo de mí mismo demasiado ventajosamente; nada diré que proceda de mí, sino que lo atestiguaré con una autoridad digna de confianza. Por testigo de mi sabiduría os daré al mismo Dios de Delfos, que os dirá si la tengo, y en qué consiste. Todos conocéis a Querefon, mi compañero en la infancia, como lo fue de la mayor parte de vosotros, y que fue desterrado con vosotros, y con vosotros volvió. Ya sabéis qué hombre era Querefon, y cuán ardiente era en cuanto emprendía. Un día, habiendo partido para Delfos, tuvo el atrevimiento de preguntar al oráculo (os suplico que no os irritéis de lo que voy a decir), si había en el mundo un hombre más sabio que yo; la Pythia le respondió, que no había ninguno. Querefon ha muerto, pero su hermano, que está presente, podrá dar fe de ello. Tened presente, atenienses, porque os refiero todas estas cosas; pues es únicamente para haceros ver de donde proceden esos falsos rumores, que han corrido contra mí.
Sócrates introduce el tema de su sabiduría, la cual él niega pero acredita con palabras de otros, defendiendo así su habilidad persuatoria. Comienza ahora la maravillosa aventura de Sócrates en busca de la teoría del conocimiento.
Cuando supe la respuesta del oráculo, dije para mí; ¿Qué quiere decir el Dios? ¿Qué sentido ocultan estas palabras? Porque yo sé sobradamente que en mí no existe semejante sabiduría, ni pequeña, ni grande. ¿Qué quiere, pues, decir, al declararme el más sabio de los hombres? Porque él no miente. La Divinidad no puede mentir. Dudé largo tiempo del sentido del oráculo, hasta que por último, después de gran trabajo, me propuse hacer la prueba siguiente: —Fui a casa de uno de nuestros conciudadanos, que pasa por uno de los más sabios de la ciudad. Yo creía, que allí mejor que en otra parte, encontraría materiales para rebatir al oráculo, y presentarle un hombre más sabio que yo, por más que me hubiere declarado el más sabio de los hombres. Examinando pues este hombre, de quien, baste deciros, que era uno de nuestros grandes políticos, sin necesidad de descubrir su nombre, y conversando con él, me encontré, con que todo el mundo le creía sabio, que él mismo se tenía por tal, y que en realidad no lo era. después de este descubrimiento me esforcé en hacerle ver que de ninguna manera era lo que él creía ser, y he aquí ya lo que me hizo odioso a este hombre y a los amigos suyos que asistieron a la conversación.
Luego que de él me separé, razonaba conmigo mismo, y me decía: —Yo soy más sabio que este hombre. Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa nada, y yo, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era mas sabio, porque no creía saber lo que no sabia.
Desde allí me fui a casa de otro que se le tenía por más sabio que el anterior, me encontré con lo mismo, y me granjeé nuevos enemigos. No por esto me desanimé; fui en busca de otros, conociendo bien que me hacia odioso, y haciéndome violencia, porque temía los resultados; pero me parecía que debía, sin dudar, preferir a todas las cosas la voz del Dios, y para dar con el verdadero sentido del oráculo, ir de puerta en puerta por las casas de todos aquellos que gozaban de gran reputación; pero, ¡oh Dios!, he aquí, atenienses, el fruto que saqué de mis indagaciones, porque es preciso deciros la verdad; todos aquellos que pasaban por ser los más sabios, me parecieron no serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de esta opinión, los encontré en mucha mejor disposición para serlo.
Después de estos grandes hombres de Estado me fui a los poetas, tanto a los que hacen tragedias como a los poetas y otros, no dudando que con ellos se me cogería in fraganti, como suele decirse, encontrándome más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me parecieron mejor trabajadas, y les pregunté lo que querían decir, y cuál era su objeto, para que me sirviera de instrucción. Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad; pero no hay remedio, es preciso decirla. No hubo uno de todos los que estaban presentes, inclusos los mismos autores, que supiese hablar ni dar razón de sus poemas. Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guía a los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un entusiasmo semejante al de los profetas y adivinos; que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso; y al mismo tiempo me convencí, que a título de poetas se creían los más sabios en todas materias, si bien nada entendían. Les dejé, pues, persuadido que era yo superior a ellos, por la misma razón que lo había sido respecto a los hombres políticos.
En fin, fui en busca de los artistas. Estaba bien convencido de que yo nada entendía de su profesión, que los encontraría muy capaces de hacer muy buenas cosas, y en esto no podía engañarme. Sabían cosas que yo ignoraba, y en esto eran ellos más sabios que yo. Pero, atenienses, los más entendidos entre ellos me parecieron incurrir en el mismo defecto que los poetas, porque no hallé uno que, a título de ser buen artista, no se creyese muy capaz y muy instruido en las más grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito a su habilidad.
Me pregunté, pues, a mí mismo, como si hablara por el oráculo, si querría más ser tal como soy sin la habilidad de estas gentes, e igualmente sin su ignorancia, o bien tener la una y la otra y ser como ellos, y me respondí a mí mismo y al oráculo, que era mejor para mí ser como soy. De esta indagación, atenienses, han oído contra mí todos estos odios y estas enemistades peligrosas, que han producido todas las calumnias que sabéis, y me han hecho adquirir el nombre de sabio; porque todos los que me escuchan creen que yo sé todas las cosas sobre las que descubro la ignorancia de los demás. Me parece, atenienses, que sólo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mí nombre como un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: «el más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada.»
Convencido de esta verdad, para asegurarme más y obedecer al Dios, continué mis indagaciones, no sólo entre nuestros conciudadanos, sino entre los extranjeros, para ver si encontraba algún verdadero sabio, y no habiéndole encontrado tampoco, sirvo de intérprete al oráculo, haciendo ver a todo el mundo, que ninguno es sabio. Esto me preocupa tanto, que no tengo tiempo para dedicarme al servicio de la república ni al cuidado de mis cosas, y vivo en una gran pobreza a causa de este culto que rindo a Dios.
De esta forma, Sócrates afirma ser el más sabio, debido a que es el único que sabe con exactitud sus límites, y va demostrando a todos los que se consideran sabios su propia ignorancia con simples preguntas que no pueden responder, y que él tampoco, la diferencia es que el sabe que no puede responderlas.
Es entonces cuando da sentido a la aventura de la sabiduría, alegando que estas acusaciones son por la ridiculización de la sabiduría de esos colectivos, y del odio generado en tales acciones:
Por otra parte, muchos jóvenes de las más ricas familias en sus ocios se unen a mí de buen grado, y tienen tanto placer en ver de qué manera pongo a prueba a todos los hombres que quieren imitarme con aquellos que encuentran; y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha, porque son muchos los que creen saberlo todo, aunque no sepan nada o casi nada.
Todos aquellos que ellos convencen de su ignorancia la toman conmigo y no con ellos, y van diciendo que hay un cierto Sócrates que es un malvado y un infame que corrompe a los jóvenes; y cuando se les pregunta qué hace o qué enseña, no tienen qué responder, y para disimular su flaqueza se desatan con esos cargos triviales que ordinariamente se dirigen contra los filósofos; que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra, que no cree en los dioses, que hace buenas las más malas causas; y todo porque no se atreven a decir la verdad, que es que Sócrates los coge in fraganti, y descubre que figuran que saben, cuando no saben nada. Intrigantes, activos y numerosos, hablando de mí con plan combinado y con una elocuencia capaz de seducir, ha largo tiempo que os soplan al oído todas estas calumnias que han forjado contra mí, y hoy han destacado con este objeto a Melito, Anito y Licon. Melito representa los poetas, Anito los políticos y artistas y Licon los oradores.
Es entonces cuando comienza con la acusación de Melito:
–Melito: Sócrates es culpable, porque corrompe a los jóvenes, porque no cree en los dioses del Estado, y porque en lugar de éstos pone divinidades nuevas bajo el nombre de demonios.
–Sócrates: ¿ha habido nada que te haya preocupado más que el hacer los jóvenes lo más virtuosos posible?
–Melito: Nada, indudablemente.
–Sócrates: Pues bien; di a los jueces cuál será el hombre que mejorará la condición de los jóvenes. Porque no puede dudarse que tú lo sabes, puesto que tanto te preocupa esta idea. En efecto, puesto que has encontrado al que los corrompe, y hasta le has denunciado ante los jueces, es preciso que digas quién los hará mejores. Habla; veamos quién es.
–Melito: (Silencio)
–Sócrates: Lo ves ahora, Melito; tú callas; estás perplejo, y no sabes qué responder. ¿Y no te parece esto vergonzoso? ¿No es una prueba cierta de que jamás ha sido objeto de tu cuidado la educación de la juventud? Pero, repito, excelente Melito, ¿quién es el que puede hacer mejores a los jóvenes?
–Melito: Los jueces aquí reunidos.
–Sócrates: ¡Cómo, Melito! ¿Estos jueces son capaces de instruir a los jóvenes y hacerlos mejores?
–Melito: Sí, ciertamente.
–Sócrates: ¿Pero son todos estos jueces, o hay entre ellos unos que pueden y otros que no pueden?
–Melito: Todos pueden.
–Sócrates: Perfectamente, ¡por Juno!, nos has dado un buen número de buenos preceptores. Pero pasemos adelante. Estos oyentes que nos escuchan, ¿pueden también hacer los jóvenes mejores, o no pueden?
–Melito: Pueden.
–Sócrates: ¿Y los senadores?
–Melito: Los senadores lo mismo.
–Sócrates: Pero, mi querido Melito, todos los que vienen a las asambleas del pueblo, ¿corrompen igualmente a los jóvenes o son capaces de hacerlos mejores?
–Melito: Todos son capaces.
–Sócrates: Se sigue de aquí, que todos los atenienses pueden hacer los jóvenes mejores, menos yo; sólo yo los corrompo; ¿no es esto lo que dices?
–Melito: Lo mismo.
–Sócrates: Cuál es mejor, ¿habitar con hombres de bien o habitar con pícaros? Respóndeme, amigo mío; porque mi pregunta no puede ofrecer dificultad. ¿No es cierto que los pícaros causan siempre mal a los que los tratan, y que los hombres de bien producen a los mismos un efecto contrario?
–Melito: Sin duda.
–Sócrates: Hay alguno que prefiera recibir daño de aquellos con quienes trata a recibir utilidad. Respóndeme, porque la ley manda que me respondas. ¿Hay alguno que quiera más recibir mal que bien?
–Melito: No, no hay nadie.
–Sócrates: Pero veamos; cuando me acusas de corromper la juventud y de hacerla más mala, ¿sostienes que lo hago con conocimiento o sin quererlo?
–Melito: Con conocimiento.
–Sócrates: Tú eres joven y yo anciano. ¿Es posible que tu sabiduría supere tanto a la mía, que sabiendo tú que el roce con los malos causa mal, y el roce con los buenos causa bien, me supongas tan ignorante, que no sepa que si convierto en malos los que me rodean, me expongo a recibir mal, y que a pesar de esto insista y persista, queriéndolo y sabiéndolo? En este punto, Melito, yo no te creo ni pienso que haya en el mundo quien pueda creerte. Una de dos, o yo no corrompo a los jóvenes, o si los corrompo lo hago sin saberlo y a pesar mío, y de cualquiera manera que sea eres un calumniador. Si corrompo a la juventud a pesar mío, la ley no permite citar a nadie ante el tribunal por faltas involuntarias, sino que lo que quiere es, que se llama aparte a los que las cometen, que se los reprenda, y que se los instruya; porque es bien seguro, que estando instruido cesaría de hacer lo que hago a pesar mío. Pero tú, con intención. lejos de verme e instruirme, me arrastras ante este tribunal, donde la ley quiere que se cite a los que merecen castigos, pero no a los que sólo tienen necesidad de prevenciones. Así, atenienses, he aquí una prueba evidente, como os decía antes, de que Melito jamás ha tenido cuidado de estas cosas, jamás ha pensado en ellas. Sin embargo, responde aún, y dinos cómo corrompo a los jóvenes. ¿Es según tu denuncia, enseñándoles a no reconocer los dioses que reconoce la patria, y enseñándoles además a rendir culto, bajo el nombre de demonios, a otras divinidades? ¿No es esto lo que dices?
–Melito: Sí, es lo mismo.
–Sócrates: Melito, en nombre de esos mismos dioses de que ahora se trata, explícate de una manera un poco más clara, por mí y por estos jueces, porque no acabo de comprender, si me acusas de enseñar que hay muchos dioses, (y en este caso, si creo que hay dioses, no soy ateo, y falta la materia para que sea yo culpable) o si estos dioses no son del Estado. ¿Es esto de lo que me acusas? ¿O bien me acusas de que no admito ningún Dios, y que enseño a los demás a que no reconozcan ninguno?
–Melito: Te acuso de no reconocer ningún Dios.
–Sócrates: ¡Oh maravilloso Melito!, ¿por qué dices eso? ¡Qué! ¿Yo no creo como los demás hombres que el sol y la luna son dioses?
–Melito: No, ¡por Júpiter!, atenienses, no lo cree, porque dice que el sol es una piedra y la luna una tierra.
–Sócrates: Desprecias los jueces, porque los crees harto ignorantes, puesto que te imaginas que no saben que los libros de Anaxagoras y de Clazomenes están llenos de aserciones de esta especie. Por lo demás, ¿qué necesidad tendrían los jóvenes de aprender de mí cosas que podían ir a oír todos los días a la Orquesta, por un dracma a lo más? ¡Magnífica ocasión se les presentaba para burlarse de Sócrates, si Sócrates se atribuyese doctrinas que no son suyas y tan extrañas y absurdas por otra parte! Pero dime en nombre de Júpiter, ¿pretendes que yo no reconozco ningún Dios?
–Melito: Sí, ¡por Júpiter!, tú no reconoces ninguno.
–Sócrates: Dices, Melito, cosas increíbles, ni estás tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi entender parece, atenienses, que Melito es un insolente, que no ha intentado esta acusación sino para insultarme, con toda la audacia de un imberbe, porque justamente sólo ha venido aquí para tentarme y proponerme un enigma, diciéndose a sí mismo: —Veamos, si Sócrates, este hombre que pasa por tan sabio, reconoce que burlo y que digo cosas que se contradicen, o si consigo engañar, no sólo a él, sino a todos los presentes. Efectivamente se contradice en su acusación, porque es como si dijera: —Sócrates es culpable en cuanto no reconoce dioses y en cuanto los reconoce. —¿Y no es esto burlarse? Así lo juzgo yo. Seguidme, pues, atenienses, os lo suplico, y como os dije al principio, no os irritéis contra mí, si os hablo a mi manera ordinaria.Respóndeme, Melito. ¿Hay alguno en el mundo que crea que hay cosas humanas y que no hay hombres? Jueces, mandad que responda, y que no haga tanto ruido. ¿Hay quien crea que hay reglas para enseñar a los caballos, y que no hay caballos? ¿Que hay tocadores de flauta, y que no hay aires de flauta? No hay nadie, excelente Melito. Yo responderé por ti si no quieres responder. Pero dime: ¿hay alguno que crea en cosas propias de los demonios, y que, sin embargo, crea que no hay demonios?
–Melito: No, sin duda.
–Sócrates: ¡Qué trabajo ha costado arrancarte esta confesión! Al cabo respondes, pero es preciso que los jueces te fuercen a ello. ¿Dices que reconozco y enseño cosas propias de los demonios? Ya sean viejas o nuevas, siempre es cierto por tu voto propio, que yo creo en cosas tocantes a los demonios, y así lo has jurado en tu acusación. Si creo en cosas demoníacas, necesariamente creo en los demonios; ¿no es así? Sí, sin duda; porque tomo tu silencio por un consentimiento. ¿Y estos demonios no estamos convencidos de que son dioses o hijos de dioses? ¿Es así, sí o no?
–Melito: Sí.
–Sócrates: Por consiguiente, puesto que yo creo en los demonios, según tu misma confesión, y que los demonios son dioses, he aquí la prueba de lo que yo decía, de que tú nos proponías enigmas para divertirte a mis expensas, diciendo que no creo en los dioses, y que, sin embargo, creo en los dioses, puesto que creo en los demonios. Y si los demonios son hijos de los dioses, hijos bastardos, si se quiere, puesto que se dice que han sido habidos de ninfas o de otros seres mortales, ¿quién es el hombre que pueda creer que hay hijos de dioses, y que no hay dioses? Esto es tan absurdo como creer que hay mulos nacidos de caballos y asnos, y que no hay caballos ni asnos. Así, Melito, no puede menos de que hayas intentado esta acusación contra mí, por sólo probarme, y a falta de pretexto legítimo, por arrastrarme ante el tribunal; porque a nadie que tenga sentido común puedes persuadir jamás de que el hombre que cree que hay cosas concernientes a los dioses y a los demonios, pueda creer, sin embargo, que no hay ni demonios, ni dioses, ni héroes; esto es absolutamente imposible. Pero no tengo necesidad de extenderme más en mi defensa, atenienses, y lo que acabo de decir basta para hacer ver que no soy culpable, y que la acusación de Melito carece de fundamento. Si, a pesar de las instancias de Anito, quien ha manifestado, que o no haberme traído ante el tribunal, o que una vez llamado no podéis vosotros dispensaros de hacerme morir, porque, dice, que si me escapase de la muerte, vuestros hijos, que son ya afectos a la doctrina de Sócrates, serian irremisiblemente corrompidos, me dijeseis: Sócrates, en nada estimamos la acusación de Anito, y te declaramos absuelto; pero es a condición de que cesarás de filosofar y de hacer tus indagaciones acostumbradas; y si reincides, y llega a descubrirse, tú morirás; si me dieseis libertad bajo estas condiciones, os respondería sin dudar: Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros, y mientras yo viva no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos, volviendo a mi vida ordinaria, y diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: buen hombre, ¿cómo siendo ateniense y ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y por su valor, cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, de despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo? Y si alguno me niega que se halla en este estado, y sostiene que tiene cuidado de su alma, no se lo negaré al pronto, pero le interrogaré, le examinaré, le refutaré; y si encuentro que no es virtuoso, pero que aparenta serlo, le echaré en cara que prefiere cosas tan abyectas y tan perecibles a las que son de un precio inestimable. Dicho esto no tengo nada que añadir. Haced lo que pide Anito, o no lo hagáis; dadme libertad, o no me la deis; yo no puedo hacer otra cosa, aunque hubiera de morir mil veces… Pero no murmuréis, atenienses, y concededme la gracia que os pedí al principio: que me escuchéis con calma; calma que creo que no os será infructuosa, porque tengo que deciros otras muchas cosas que quizá os harán murmurar; pero no os dejéis llevar de vuestra pasión. Estad persuadidos de que si me hacéis morir en el supuesto de lo que os acabo de declarar, el mal no será sólo para mí. En efecto, ni Anito, ni Melito pueden causarme mal alguno, porque el mal no puede nada contra el hombre de bien. Me harán quizá condenar a muerte, o a destierro, o a la pérdida de mis bienes y de mis derechos de ciudadano; males espantosos a los ojos de Melito y de sus amigos; pero yo no soy de su dictamen. A mi juicio, el más grande de todos los males es hacer lo que Anito hace en este momento, que es trabajar para hacer morir un inocente. No esperéis de mí, atenienses, que yo recurra para con vosotros a cosas que no tengo por buenas, ni justas, ni piadosas, y menos que lo haga en una ocasión en que me veo acusado de impiedad por Melito; porque si os ablandase con mis súplicas y os forzase a violar vuestro juramento, sería evidente que os enseñaría a no creer en los dioses, y, queriendo justificarme, probaría contra mí mismo, que no creo en ellos. Pero es una fortuna atenienses, que esté yo en esta creencia. Estoy más persuadido de la existencia de Dios que ninguno de mis acusadores; y es tan grande la persuasión, que me entrego a vosotros y al Dios de Delfos, a fin de que me juzguéis como creáis mejor para vosotros y para mí.
Finalizada la defensa de Sócrates contra Melito, es entonces cuando el jurado debe votar. En total eran 556 ciudadanos, de los cuales resultaron 281 votos en contra de Sócrates y 275 en favor de él. Entonces Sócrates toma la palabra:
No creáis, atenienses, que me haya conmovido el fallo que acabáis de pronunciar contra mí, y esto por muchas razones; la principal, porque ya estaba preparado para recibir este golpe. Mucho más sorprendido estoy con el número de votantes en pro y en contra, y no esperaba verme condenado por tan escaso número de votos. Advierto que sólo por tres votos no he sido absuelto. Ahora veo que me he librado de las manos de Melito; y no sólo librado, sino que os consta a todos que si Anito y Licon no se hubieran levantado para acusarme, Melito hubiera pagado 6.000 dracmas por no haber obtenido la quinta parte de votos.
Melito me juzga digno de muerte; en buen hora. ¿Y yo de qué pena me juzgaré digno? Veréis claramente, atenienses, que yo no escojo más que lo que merezco. ¿Y cuál es? ¿a qué soy digno? a un gran bien sin duda, atenienses, si proporcionáis verdaderamente la recompensa al mérito; de un gran bien que pueda convenir a un hombre tal como yo. ¿Y qué es lo que conviene a un hombre pobre, que es vuestro bienhechor, y que tiene necesidad de un gran desahogo para ocuparse en exhortaros? Nada le conviene tanto, atenienses, como el ser alimentado en el Pritaneo. Si en justicia es preciso adjudicarme una recompensa digna de mí, esta es la que merezco, el ser alimentado en el Pritaneo.
El Pritaneo es el edificio donde se reunían los magistrados y los ganadores de los Juegos Olímpicos, donde se daban comidas públicas a las cuales eran admitidos los que por sus servicios habían merecido ser mantenidos por la polis.
Debido a esta propuesta de pena, el público y jurado comenzó a murmurar y cabrearse. Continúa Sócrates:
Al hablaros así, atenienses, quizá me acusareis de que lo hago con la terquedad y arrogancia con que deseché antes los lamentos y las súplicas. Pero no hay nada de eso.
El motivo que tengo es, atenienses, que abrigo la convicción de no haber hecho jamás el menor daño a nadie queriéndolo y sabiéndolo. No puedo hoy persuadiros de ello, porque el tiempo que me queda es muy corto. Si tuvieseis una ley que ordenase que un juicio de muerte durara muchos días, como se practica en otras partes, y no uno solo, estoy persuadido que os convencería. ¿Pero qué medio hay para destruir tantas calumnias en un tan corto espacio de tiempo? Estando convencidísimo de que no he hecho daño a nadie, ¿cómo he de hacérmelo a mí mismo, confesando que merezco ser castigado, e imponiéndome a mí mismo una pena? ¡Qué! ¿Por no sufrir el suplicio a que me condena Melito, suplicio que verdaderamente no sé si es un bien o un mal, iré yo a escoger alguna de esas penas, que sé con certeza que es un mal, y me condenaré yo mismo a ella? ¿Será quizá una prisión perpetua? ¿Será una multa y prisión hasta que la haya pagado? Esto equivale a lo anterior, porque no tengo con qué pagarla. ¿Me condenaré a destierro? Quizá confirmaríais mi sentencia. Pero era necesario que me obcecara bien el amor a la vida, atenienses, si no viera que si vosotros, que sois mis conciudadanos, no habéis podido sufrir mis conversaciones ni mis máximas, y de tal manera os han irritado que no habéis parado hasta deshaceros de mí, con mucha más razón los de otros países no podrían sufrirme.
Verdaderamente si fuese rico, me condenaría a una multa tal, que pudiera pagarla, porque esto no me causaría ningún perjuicio; pero no puedo, porque nada tengo, a menos que no queráis que la multa sea proporcionada a mi indigencia, y en este concepto podría extenderme hasta una mina de plata, y a esto es a lo que yo me condeno. Pero Platón, que está presente, Criton, Critobulo y Apolodoro; quieren que me extienda hasta treinta minas, de que ellos responden. Me condeno pues a treinta minas, y he aquí mis fiadores, que ciertamente son de mucho abono.
Es entonces cuando los jueces deliberan y eligen la sentencia a tomar por Sócrates. Pena de muerte bebiendo cicuta. Se cree que fueron solo 141 los que votaron por que no muriese, y 415 los que le condenaron, cabreados por su propuesta de pena.
¿Creéis que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creéis que me hubieran faltado palabras insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oír. Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estáis viendo todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que debía rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y después de vuestra sentencia no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia, ni en medio de la guerra, debe el hombre honrado salvar su vida por tales medios. Sucede muchas veces en los combates, que se puede salvar la vida muy fácilmente, arrojando las armas y pidiendo cuartel al enemigo, y lo mismo sucede en todos los demás peligros; hay mil expedientes para evitar la muerte; cuando está uno en posición de poder decirlo todo o hacerlo todo. ¡Ah! Atenienses, no es lo difícil evitar la muerte; lo es mucho más evitar la deshonra, que marcha más ligera que la muerte. Esta es la razón, porque, viejo y pesado como estoy, me he dejado llevar por la más pesada de las dos, la muerte; mientras que la más ligera, el crimen, esta adherida a mis acusadores, que tienen vigor y ligereza. Yo voy a sufrir la muerte, a la que me habéis condenado, pero ellos sufrirán la iniquidad y la infamia a que la verdad les condena. Con respecto a mí, me atengo a mi castigo, y ellos se atendrán al suyo. En efecto, quizá las cosas han debido pasar así, y en mi opinión no han podido pasar de mejor modo.
Pero si la muerte es un tránsito de un lugar a otro, y si, según se dice, allá abajo está el paradero de todos los que han vivido, ¿qué mayor bien se puede imaginar, jueces míos? Porque si, al dejar los jueces prevaricadores de este mundo, se encuentran en los infiernos los verdaderos jueces, que se dice que hacen allí justicia, Mines, Radamanto, Eaco, Triptolemo y todos los demás semidioses que han sido justos durante su vida, ¿no es este el cambio más dichoso? ¿A qué precio no compraríais la felicidad de conversar con Orfeo, Museo, Hesiodo y Homero? Para mí, si es esto verdad, moriría gustoso mil veces. ¿Qué trasporte de alegría no tendría yo cuando me encontrase con Palamedes, con Afax, hijo de Telamon, y con todos los demás héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la injusticia? ¡Qué placer el poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero aún sería un placer infinitamente más grande para mí pasar allí los días, interrogando y examinando a todos estos personajes, para distinguir los que son verdaderamente sabios de los que creen serlo y no lo son.
Esta es la razón, jueces míos, para que nunca perdáis las esperanzas aún después de la tumba, fundados en esta verdad; que no hay ningún mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni después de su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado de cuanto tiene relación con él; porque lo que en este momento me sucede a mí no es obra del azar, y estoy convencido de que el mejor partido para mí es morir desde luego y libertarme así de todos los disgustos de esta vida. He aquí por qué la voz divina nada me ha dicho este día. No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, aun cuando no haya sido su intención hacerme un bien, sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de ellos. Pero sólo una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores, os suplico los hostiguéis, los atormentéis, como yo os he atormentado a vosotros, si veis que prefieren las riquezas a la virtud, y que se creen algo cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben aplicarse, y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con vosotros. Si me concedéis esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos menos de alabar vuestra justicia.
Sócrates termina la apología dejando a todos atónitos ante su templanza:
Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios.
Es de esta forma como se despide Sócrates, y aunque sus seguidores le recomendaron huir, lo cual era esperado (e incluso habría sido aceptado) por la ciudadanía; él se negó por principios. Por coherencia con su propia filosofía de obediencia hacia las leyes, llevó a cabo su propia ejecución bebiendo la cicuta con la cual lo habían provisto. Así, se convirtió en uno de los primeros de los escasos “mártires” intelectuales. Sócrates murió a la edad de 70 años.